miércoles, 23 de julio de 2025

SOLEMNIDAD DEL APÓSTOL SANTIAGO

 


SOLEMNIDAD DEL APÓSTOL SANTIAGO

25-7-25

       Celebramos hoy con alegría la fiesta de nuestro Santo Patrono, el Apóstol Santiago, Titular del primer templo diocesano, esta S.I. Catedral, y de la Villa de Bilbao. El primero de los apóstoles del Señor en sellar su fiel seguimiento de Cristo con el martirio. Como hemos escuchado en el texto de los Hechos de los Apóstoles, su tesón, su entrega y su lealtad por la causa de Jesucristo, hace que sufra las iras del rey Herodes y sea ejecutado.

       Su muerte será el comienzo de una dura persecución contra los discípulos y seguidores de Jesús, pero que en vez de acabar con la llama de la fe, será el riego fecundo de una tierra que vería crecer con vigor la semilla del Reino de Dios instaurado por Jesucristo, el Señor.

       Desde aquellos tiempos apostólicos, hasta nuestros días, han transcurrido muchos siglos, con sus noches oscuras y días de luz para la historia de la Iglesia y de la humanidad entera. Pero siempre, y a pesar de las dificultades y penurias por las que nuestra familia eclesial ha podido atravesar, la fe de los apóstoles, su vida y su obra, son el fundamento y el ejemplo de nuestro seguimiento actual de Jesucristo.

       De Santiago sabemos muchas cosas conforme a los textos evangélicos; era pescador, el oficio de su familia, de posición acomodada dado que su padre Zebedeo tenía jornaleros; su recio carácter le hizo merecedor junto a su hermano Juan, del sobrenombre de “los hijos del trueno” (Boanergers). Como también hemos escuchado en el evangelio, su madre, Salomé pretendía situar a sus hijos en los puestos principales en ese reino prometido por Jesús y deficientemente entendido por ella. Lo cual les acarreó las críticas de los otros diez discípulos, más por envidia que por virtud, ya que todavía no comprendían bien el alcance del mensaje del Señor.

       Y al margen de las anécdotas, lo fundamental es que era amigo del Señor. Santiago pertenecía junto a su hermano y Pedro, a ese círculo de los íntimos de Jesús. Él será testigo privilegiado de los hechos y acontecimientos más importantes en la vida del Maestro; asiste a la curación de la suegra de Pedro; está presente en el momento de la transfiguración, en el monte Tabor; es testigo de la resurrección de la hija de Jairo; y acompañará a Jesús en su agonía, en Getsemaní.

       Pero Santiago también vivirá de cerca los momentos de amargura, el prendimiento de Jesús y la huída de todos ellos. Conocerá en su corazón el dolor de haber abandonado a su amigo y el don de su conversión motor y fuerza de una nueva vida entregada por completo al servicio del evangelio y a dar testimonio de la resurrección de su Señor.

       La tradición que vincula a Santiago con nuestra tierra se remonta a los primeros tiempos de la expansión cristiana por el mundo, hasta hacer de su sepulcro en la ciudad  Compostelana, lugar de encuentro universal de culturas y razas unidas por una misma fe.

       Precisamente esta devoción popular nos ha situado a nosotros desde antes de la fundación de nuestra villa de Bilbao allá por el año 1300, en paso obligado a los que desde la costa peregrinaban a Compostela. Y así de los cimientos de aquella primitiva iglesia de Santiago, se edificaría la que hoy es nuestra Catedral, colocando el origen y el final de este largo peregrinar, bajo el patrocinio del mismo apóstol, quien por petición del Consistorio municipal al Papa Urbano VIII,  se convirtió en patrono principal de la Villa de Bilbao en el año 1643.

Y en un mundo como el nuestro tan necesitado de referentes que nos ayuden a conducir nuestro destino desde criterios de amor, de justicia y de paz, damos gracias al Señor por tener a su santo apóstol como intercesor.

       Santiago experimentó en su corazón una gran transformación que le llevó a cambiar su existencia de forma radical para configurarse a Jesucristo. Su oficio de pescador lo cambió por el de misionero y pastor del pueblo a él encomendado. De aspiraciones y pretensiones de grandeza, pasó a buscar sólo la voluntad de Dios y ponerla por obra.

       De esta forma el que en la vida buscaba la gloria llegó a alcanzarla aunque por un sendero bien distinto al soñado en sus años de juventud. Y el poder que en su momento ambicionó lo transformó en servicio y entrega generosa, en el amor a Dios y a los hermanos.

       Nadie es tan poderoso como aquel que siendo completamente libre y dueño de su vida, es capaz de entregarla a los demás movido, únicamente, por la fuerza del amor en el Espíritu del Señor. Las ambiciones, los honores y el prestigio son efímeros y muchas veces engañosos, porque nos hacen creernos superiores a los demás y en el peor de los casos, como nos ha advertido Jesús en el evangelio, el mal ejercicio de ese poder lleva a algunos a erigirse en tiranos y opresores.  Quienes son portadores del poder temporal deben ejercerlo con mayores cotas de responsabilidad, servicio y coherencia, ya que siempre deberán dar cuentas del mismo a su pueblo y a Dios. Y quienes anhelan servir de este modo a la sociedad, en el presente tan complejo que nos toca vivir, han de contar no sólo con el apoyo de sus conciudadanos, sino sobre todo con la fuerza y la sabiduría que proviene del Señor de la justicia, del amor y de la paz.

       En un tiempo donde los conflictos entre las personas y los pueblos siguen provocando dolor y angustia a tantos inocentes, se hace muy necesario el surgimiento de una auténtica vocación de servicio público que lejos de buscar el propio beneficio, se entregue de manera generosa a la consecución del bienestar de sus semejantes, siendo especialmente sensibles con los más indefensos y necesitados. Por eso pedimos con frecuencia por nuestros gobernantes, para que el Señor les ilumine en su difícil misión de ser quienes nos conduzcan por el camino del bien.

En esta fiesta nos congregamos no sólo los fieles cristianos que habitualmente celebramos nuestra fe en el hogar comunitario de la parroquia; hoy también nos reunimos representantes de instituciones públicas y privadas, del consistorio y de asociaciones relacionadas con la devoción a Santiago y su camino compostelano.

Todos compartimos los mismos deseos de trabajar por una sociedad construida sobre los valores irrenunciables de la libertad, la justicia y la paz, desde las legítimas y plurales ideas, siempre que sean cauce de cuidado y respeto a la dignidad de la persona. En esta labor no sobran brazos, y los cristianos tenemos además una razón de más que brota de nuestra fe en Jesucristo que nos envía a ser testigos de su amor y de su esperanza en medio de nuestro mundo.

       Todo ello hoy lo ponemos a los pies del apóstol Santiago para que siga velando por quienes honramos su memoria con filial devoción. Que nos ayude a fortalecer los vínculos de hermandad entre todos los pueblos que lo celebran como su patrón, que nos anime en la construcción de una convivencia en paz y concordia, y que tomando su vida como ejemplo y estímulo, seamos fieles seguidores de Jesucristo, nuestro único Señor y Salvador.

 

viernes, 18 de julio de 2025

DOMINGO XVI TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO XVI TIEMPO ORDINARIO

20-07-25 (Ciclo C)

 

       Todo el evangelio es para los creyentes la gran escuela de nuestra fe. Textos que contienen la vida y la palabra del Señor y que nos van mostrando, desde la realidad cotidiana de Jesús, diferentes situaciones por las que nosotros vamos pasando y que requieren de una adecuada comprensión de las mismas para vivirlas con toda su riqueza. Así nos encontramos con pasajes como el de hoy, donde la visita de Jesús a la casa de sus amigos nos va a dejar una gran enseñanza.

       San Lucas sabe muy bien que no sólo eran dos hermanas las que habitaban aquel hogar. También estaba Lázaro, gran amigo de Jesús, pero cuya importancia en este momento es de menor intensidad para el evangelista. A S. Lucas lo que realmente le interesa destacar es la actitud de Marta y María ante la visita del Maestro, por eso ni tan siquiera va a mencionar a su hermano mayor.

Marta como buena anfitriona se esmera en prepararlo todo para que no le falte de nada a Jesús. Las tareas se van multiplicando y es tanto lo que hay que hacer que no da abasto. Y reprocha a su hermana que no la acompañe en las faenas del hogar. Ciertamente podía ayudarla porque Jesús ya tendría la compañía de Lázaro, además era lo propio de las mujeres de aquel tiempo, organizar la casa y dejar a los hombres con sus cosas.

Sin embargo María no atiende a Jesús por el mero hecho de conversar, sino por el contenido de esa conversación. Se siente tan atrapada por la Palabra de Dios que Jesús anuncia, que no se da cuenta de nada más. El encuentro con Jesús no es uno de tantos encuentros con amigos o familiares. María ha ido descubriendo en él a alguien especial, que transmite una paz serena en medio de los desalientos de la vida y cuya palabra contiene la fuerza arrebatadora de Dios que llena de gozo el corazón del oyente, transformando por completo su existencia.

Jesús no es uno más dentro de su círculo de amistades, él es el Maestro, el Señor, y así lo confesarán las dos cuando ante la muerte de su hermano Lázaro y posterior vuelta a la vida de este mundo, por fin descubran con sus propios ojos al Salvador.

Este pasaje del evangelio de hoy ha sido visto por la comunidad cristiana como las dos facetas esenciales de la vida creyente, la acción y la contemplación. Y es bueno caer en la cuenta de los peligros que podemos correr si nos olvidamos de la necesaria unidad entre ambas actitudes cristianas para una sana y fecunda espiritualidad.

Marta no va a ser desautorizada por Jesús por el hecho de que se afane en las tareas. Pero sí necesita comprender que el objetivo último de nuestra vida, y por lo tanto también de nuestros compromisos, no está en su finalidad inmediata, sino en compartir la vida de Dios.

Cuando Jesús envía a sus discípulos a las aldeas y ciudades de su entorno, es para que le preparen el terreno a él y a su Palabra. Cuando se despide definitivamente de los suyos, les envía a hacer discípulos de todas las gentes, por medio del bautismo.

Cuando nosotros vivimos comprometidos en tareas sociales o pastorales, atendiendo a los necesitados, luchando por la justicia, formando a las nuevas generaciones en la fe cristiana, atendiendo a los enfermos y necesitados, todo lo debemos hacer para favorecer el encuentro de nuestros hermanos con Jesucristo y suscitar en ellos su seguimiento gozoso y pleno. Y no sólo quedándonos en los aspectos materiales, por muy necesarios que estos puedan serlo.

La vida de los creyentes ha de estar orientada al encuentro con Jesucristo, y nuestras acciones serán auténticamente evangélicas si contienen en sus medios los valores del evangelio, y buscan como su fin la alabanza y gloria del Señor.

Por eso a la dimensión activa y comprometida de la vivencia creyente, ha de estar unida la dimensión contemplativa de nuestra fe.

María disfrutaba escuchando a Jesús, y a Jesús le gustaba poder dialogar de esas cosas íntimas de Dios con aquellos que tenían un corazón bien dispuesto.

Como en cualquier realidad humana, la relación interpersonal de encuentro, diálogo, conocimiento del otro, intimidad y afecto, hacen que nos desarrollemos plenamente y que sintamos la dicha del auténtico amor que nos llena de felicidad. Y este es el objetivo último de cualquier ser humano, amar y sentirse amado, desarrollando así su vida de forma serena y gozosa.

Jesús agradece esa atención de María, y lo hace asegurando que ha escogido la mejor parte y que nadie se la va a quitar. Si el fin último de nuestra vida es contemplar a Dios y darle gloria por siempre en compañía de nuestros seres amados, María ya lo está experimentando en esta visita de Cristo a su casa y a su corazón.

De esta manera podemos comprender que si nosotros cuidamos ese espacio de cercanía e intimidad con el Señor, si buscamos los momentos de encuentro con él en la oración y escucha de su palabra, sabremos degustar el gozo de ese encuentro que nos ayudará a sobrellevar nuestra vida y a descubrir en ella aquello por lo que realmente merece la pena vivir y morir.

La contemplación de Jesucristo nos llevará al compromiso evangelizador. Nunca la oración es para desentendernos del mundo y sus problemas. Al contrario. Quien siente en su interior resonar la palabra del Señor, escuchará constantemente los lamentos del mismo por el que él entregó su vida, y contemplando a Jesucristo crucificado, descubriremos a su lado los rostros de aquellos que hoy siguen sufriendo y que nos imploran compasión y ayuda.

De este modo uniremos fe y vida, acción y contemplación, y la vida de los cristianos será en medio de su vida cotidiana, testimonio de Jesucristo y esperanza de nueva humanidad.

sábado, 12 de julio de 2025

DOMINGO XV TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO XV TIEMPO ORDINARIO

13-07-25 (Ciclo C)

 

       “¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?”. Así comienza el evangelio que acabamos de escuchar, con esta pregunta aparentemente simple y que sin embargo encierra los anhelos más profundos de toda persona creyente.

       Heredar la vida eterna es para todos nosotros el fin último de nuestra existencia. Y por muy lejano que contemplemos ese momento de encuentro definitivo con Dios, sabemos que un día llegará y confiamos en que su amor nos recoja para comenzar a su lado la vida en plenitud.

       Por eso la pregunta de aquel personaje del evangelio, no es una pregunta retórica o lanzada para entablar una conversación con Jesús. La pregunta del escriba tenía como destinatario a alguien considerado especialmente tocado por Dios, y por lo tanto conocedor de sus designios y exigencias.

       Jesús comienza a responderle con la parte que mejor conoce el escriba, el cumplimiento de la ley. Esa ley recibida por Moisés y transmitida de generación en generación como el único camino cierto para mantener la alianza entre Dios y los hombres. Una ley que ha sido grabada en el corazón del ser humano y que está al alcance de todos, como hemos escuchado ya en la primera lectura del libro del Deuteronomio.

       El escriba desglosa los principios fundamentales de la ley de Dios y recibe como respuesta la aprobación por parte de Jesús, “bien dicho, haz esto y tendrás la vida”. Pero no terminan aquí las dudas de aquel hombre. Le queda algo que tal vez desconozca de verdad, o que simplemente le sirva como excusa para desentenderse de los demás, lo cierto es que al preguntar “¿quién es mi prójimo?”, se le abrirá un horizonte nuevo.

       El escriba parecía comprender bien lo que significaba “amar a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas”, pero eso de amar al prójimo le resultaba confuso. Porque tal vez, en el fondo, sabía muy bien quién es el prójimo.

       El prójimo es el otro, la persona que tenemos a nuestro lado en cualquier momento, sin pararnos a pensar en sus ideas o convicciones, ni en su situación social o económica, ni en sus planteamientos éticos o morales, ni tan siquiera en su bondad o maldad.

       Jesús le va a poner ante sus ojos un suceso cualquiera, pero concreto, donde se contempla la necesidad de una persona atacada violentamente, y las actitudes de quienes lo contemplan.

       Y no va a tomar al azar a los personajes de su historia. Un sacerdote y un levita pasan de largo, y un samaritano lo atiende.

       Los conocedores de la ley de Moisés, en la que explícitamente se ordena que hay que atender a los moribundos y necesitados, que no se puede pasar de largo ante un hombre abatido, que hay que dar sepultura a los muertos y acoger en el hogar a los extranjeros; estos los ilustrados y heraldos de la ley, la incumplen y lo abandonan.

Y sin embargo aquel hombre de Samaria, tierra de gente indeseable y repudiada por un buen judío, va a ser quien cumpla la ley de Dios cuya letra desconoce, pero que sin embargo atiende a sus deseos porque comprende el fundamento de la ley universal del amor.

       Queridos hermanos, esta parábola siempre es comprometedora. Desde aquel encuentro entre el escriba y Jesús, ya no nos sirven las excusas para atender o rechazar al hermano necesitado.

       El prójimo no es alguien ajeno a mí, aquel a quien tengo a mi lado ha de ser descubierto como un hermano y un hijo de Dios.

       Ser prójimo no consiste sólo en mirar a los demás, sino en contemplar mi propio corazón y descubrir si tengo en él la semilla del amor de Dios que me haga vivir la fraternidad con  la misma urgencia y afecto del buen samaritano.

       La pregunta no es quién es mi prójimo, como la formuló el escriba. La pregunta es ¿quién se comportó como prójimo del necesitado?, porque así la formuló Jesús, y a esta cuestión hemos de responder nosotros, implicando en ella nuestra vida y compromiso social.

       De esta manera daremos respuesta a la pregunta fundamental de nuestra existencia, con la que iniciábamos esta homilía, “¿qué he de hacer para heredar la vida eterna?”. La ley de Dios la tenemos escrita en el corazón, y es camino veraz que nos conduce hasta él, pero siempre ha de ser recorrido de la mano de los hermanos.

       Cuando nos parezca sencillo cumplir eso de amar a Dios, como le podía parecer a aquel escriba, preguntémonos si amamos igualmente a los hermanos, si somos prójimos de ellos sin hacer acepción de personas. Y si felizmente descubrimos que en nuestro corazón vivimos la misericordia y la compasión para con los demás, asistiéndoles en sus necesidades de forma generosa, entonces estaremos en la senda que nos conduce hacia esa vida ansiada junto a Dios. Porque de lo contrario nos estaremos alejando de Él.

       El amor a Dios sobre todas las cosas, y con todo nuestro corazón, sólo se puede probar y testimoniar, por los frutos que de ese amor se derivan y que necesariamente tendrán en el prójimo necesitado a su destinatario principal.

       Que esta eucaristía fortalezca nuestra capacidad de amar a los demás, y que el Señor nos conceda entrañas de misericordia que nos ayuden a conmovernos ante las necesidades de los hermanos, para de ese modo vivir con mayor intensidad nuestro ser hijos de Dios y herederos de su vida eterna.

viernes, 4 de julio de 2025

DOMINGO XIV TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO XIV TIEMPO ORDINARIO

6-7-25 (Ciclo C)

 

El evangelio que acabamos de escuchar es de los llamados vocacionales y misioneros. En él Jesús llama nuestra atención sobre la enorme magnitud de la misión que tiene por delante y lo escaso del número de los operarios “la mies es mucha y los obreros pocos”.

San Lucas sitúa este texto en el centro mismo de su evangelio, un momento en el que Jesús va teniendo discípulos y seguidores como otros muchos profetas que anteriores a él también hablaban en nombre de Dios. Sin embargo las peculiaridades y los matices de su predicación y sobre todo de su estilo de vida, son bien distintos. Él no es un profeta más, de hecho cuando alguien así le considera enseguida lo va a negar. Tampoco es un intérprete de la ley al modo de los escribas y fariseos, y mucho menos pretende ocupar un lugar de poder religioso.

Sin embargo es reconocido por muchos como una persona que les habla con autoridad, en quien las palabras se hacen verdad en su vida, y cuya entrega en favor de los pobres, enfermos y excluidos, sin exigir ni pedir nada a cambio, le hacen entrañable y único.

Desde ese conocimiento que sus discípulos van adquiriendo de él, realizarán por medio de Pedro, una confesión sin precedentes y de consecuencias extraordinarias, “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”.

Ha llegado el momento pues, de lanzarse a la misión de anunciar el Reino de Dios de forma abierta y entregada. Y esa tarea tan vasta y ardua requiere de personas dispuestas y entregadas, por eso además de enviar a los que están a su lado con toda la autoridad que él mismo posee, les insta a que rueguen “al dueño de la mies que envíe obreros a su mies”. No se trata sólo de trabajar por el evangelio, también debemos suscitar vocaciones que desarrollen esta labor con entusiasmo y generosidad.

El envío del Señor a preparar el terreno en el que se ha de sembrar la semilla de su Reino, es una tarea necesaria ayer, hoy y siempre. Y tomar conciencia de nuestra responsabilidad en esta misión, resulta en nuestros días algo urgente y fundamental para la vida de nuestras comunidades cristianas.

Ciertamente esta llamada es a todos los cristianos por igual. Todos, en virtud de nuestro bautismo, tenemos la misión de anunciar el evangelio mediante el anuncio explícito de Jesucristo en aquellos ambientes donde nos movemos, y comenzando por nuestro propio hogar; denunciando las injusticias y todo el mal que en el mundo se origina y que por oprimir al ser humano va contra el mismo Dios; dando testimonio de Jesucristo con nuestra forma de vivir y de relacionarnos con los demás; comprometiéndonos activamente en la transformación de nuestro mundo, asumiendo responsabilidades en la vida pública con honestidad y desde los valores de la justicia, la libertad, la paz y la caridad.

Pero junto a esta misión fundamental del cristiano, existen otras que han de ser asumidas de forma estable y permanente para el bien de la comunidad entera. Y me refiero a la vocación sacerdotal, religiosa y misionera; vocaciones esenciales en la vida de la Iglesia y sin las cuales ésta languidece y muere.

El servicio ministerial ha sido instituido por el mismo Jesucristo para el desarrollo y el cumplimiento de su misión. La  misión de anunciar el evangelio fue entregada a los discípulos por el mismo Jesús, a la vez que les encargaba velar por la comunión de manera que vivan la auténtica fraternidad que por la acción del Espíritu Santo congregue a todos en la unidad del amor, de la fe y de la esperanza.

De este modo han recibido del Señor el encargo de celebrar de forma constante el sacramento del amor y de la reconciliación.

 Mandatos como, “Haced esto en memoria mía”, y “lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo”, son para nosotros alimento y estímulo en el seguimiento de Jesucristo, que por los sacramentos se hace presente en medio de su pueblo para nuestra salvación.

Para ello es necesario que sigamos pidiendo al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies. La falta de vocaciones no es culpa de Dios, sino nuestra. No es Dios quien se ha olvidado de nosotros sino nosotros quienes tal vez no pidamos con suficiente confianza, sencillez y entrega, aquello que tanto necesitamos.

Pedir a Dios vocaciones nos implica a todos. A la Iglesia entera que ha de estar en permanente escucha para discernir los signos de los tiempos en los que hoy nos habla el Señor. Porque Dios sigue llamando a nuestra vida para encontrar en ella la disponibilidad necesaria a fin de llevar adelante su proyecto de salvación.

También es una llamada a las familias, que al pedir vocaciones a Dios han de suscitar en su seno un estilo generoso y dispuesto para acoger entre sus hijos e hijas el don de la vocación. Para vosotros padres y madres no ha de ser una desgracia el que vuestro hijo o hija abrace la vocación sacerdotal o religiosa, sino un don de Dios, un regalo que además de hacer feliz a vuestros hijos os llene de gozo a vosotros.

Con todo mi afecto os digo, que si de entre vuestros hijos e hijas no surgen vocaciones, que se sientan amparadas y queridas por sus padres, si en los hogares y familias cristianas no se valora este don de la llamada de Dios, en ningún otro hogar surgirán.

Y por último me dirijo a los jóvenes y a aquellos que todavía no habéis tomado una opción definitiva en vuestra vida. Abrid vuestro corazón al Señor. Dejad que resuene en él su llamada a vivir una vida entregada en el amor y en el servicio.

Toda opción conlleva sus renuncias y todo proyecto importante en la vida tiene sus dificultades. Pero os garantizo que si esa llamada es auténtica y la acogéis con entrega y confianza, será mucho mayor el gozo y la alegría que cualquier dificultad.

Dios no llama para hacernos unos desgraciados en la vida. Nos llama para estar con él en la intimidad de su amistad, para ser sus testigos en medio del mundo y así alentar la fe y la esperanza de su pueblo, el que nos sea encomendado. Todo ello para acercar el Reino de Dios a la vida de nuestros hermanos.

Que pidamos el don de la vocación con insistencia al Señor, y que estemos dispuestos a acogerlo si nos lo concede. Que nuestra Madre María nos abra el corazón a la acción de Dios como ella misma ofreció el suyo, y que la llena de gracia, nos infunda su alegría, aquella que proclamó la grandeza del Señor, porque ha hecho maravillas en nosotros.

jueves, 19 de junio de 2025

CORPUS CHRISTI - SOLEMNIDAD DEL SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE JESUCRISTO

 


SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y SANGRE DE CRISTO

CORPUS CHRISTI  22-06-25

 

       Un año más celebramos la fiesta del Cuerpo y la Sangre de Jesucristo. Memorial de su Pasión, muerte y resurrección, y Sacramento de su amor universal. Precisamente por ese amor entregado para nuestra salvación, podemos unir en esta fiesta del Corpus el día de la Caridad. Al compartir el alimento que nos une íntimamente a Cristo nos hacemos partícipes de su  mandato “haced esto en memoria mía”, aceptando su envío en medio de los más pobres para compartir con ellos nuestra vida y nuestra fe.

En esta fiesta litúrgica de hoy, la Iglesia nos invita a profundizar en el don inmenso de la Eucaristía. Como nos enseña el Vaticano II, "Nuestro Salvador, en la última Cena, la noche en que fue entregado, instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y su sangre para perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y confiar así a su Esposa amada, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección, sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de amor, banquete pascual en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria futura" (SC 47).

Desde esta fidelidad al don recibido de manos del Señor, no podemos separar la eucaristía de la caridad. Los cristianos que nos reunimos para escuchar la palabra del Señor y compartir el pan de la vida que él nos da, hemos de prolongar esta fraternidad eucarística en el mundo nuestro, junto a los hermanos que carecen de afecto, de medios, de una vida digna y feliz.

       No todo el mundo vive dignamente, de hecho somos una minoría los que en el mundo actual podemos agradecer esta vida digna. La mayoría de la población mundial carece de los recursos necesarios para una subsistencia adecuada. Y en vez de acoger su precariedad para sentirnos solidarios con ellos, muchas veces nos fijamos en aquellos que se enriquecen con facilidad y rapidez poniéndolos como modelos a seguir, y hasta envidiándolos por su opulencia.

Una cosa es luchar legítimamente por alcanzar esa vida digna a la que todos tenemos derecho y otra muy distinta la ambición desmesurada que al final nos endurece el corazón hasta llevarnos al egoísmo y a la idolatría del dinero.

La entrega de Jesucristo en la cruz, nos abre la puerta de la redención. Y aquella entrega viene precedida de una vida sensible para con los necesitados, los enfermos, los pobres y los marginados.

A Jesucristo resucitado se llega por medio de una vida ungida por el Espíritu de Dios para anunciar la Buena Noticia a los pobres, la libertad a los oprimidos, la salud a los enfermos y la salvación para aquellos que acogen este don de Dios.

       Cristo nos dejó su testamento en el cual nos ha incluido a todos y no sólo a unos privilegiados. La vida en este mundo es injusta y desigual no porque Dios lo haya querido sino porque nosotros lo hemos causado. Dios no quiere que haya pobres y ricos, rechaza la injusticia que causa este mal, y nos llama a su seguimiento a través del camino de la auténtica fraternidad y solidaridad.

       Este testamento de Cristo lo actualizamos cada vez que nos acercamos a su altar. Su Cuerpo y su Sangre entregadas por nosotros, y compartidos con un sentimiento fraterno y solidario, nos unen a la persona de nuestro Señor Jesucristo y a su proyecto salvador. Por eso “cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos tu muerte y tu resurrección hasta que vuelvas”.

       Por eso, cada vez que comemos y bebemos el Cuerpo y la Sangre del Señor, nos unimos vitalmente a Cristo para prolongar con nuestra vida y entrega, su obra misericordiosa en medio de nuestros hermanos más necesitados, a los cuales somos enviados como testigos del amor de Dios.

       La caridad no se hace, se vive. No hacemos caridad cuando damos dinero a un pobre, vivimos la caridad cuando nos preocupamos por su vida, buscamos cómo atenderla mejor, y nos esforzamos por acompañarle a salir de su situación para siempre.

       Vivir la caridad es prolongar la Eucaristía del Señor, su cuerpo y su sangre derramada por amor a todos, para la salvación de todos. Las palabras que día tras día escuchamos en la Consagración nos muestran que Jesús no economizó su entrega sino que fue universal y por siempre.

       Desde aquel momento en el que nacía la Iglesia, ésta siempre tuvo como acción primera y fundamental, unida al anuncio de Jesucristo, la vivencia de la caridad.  Atender a los pobres y necesitados estaba unido a la oración y a la fracción del pan de tal manera que no se podía permitir que en la comunidad de los cristianos alguien pasara necesidad.

En esta fiesta debemos también recuperar la conciencia del don que el señor ha puesto en nuestras manos. La Eucaristía hace a la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía (nos enseña el Concilio Vaticano II). Por eso la celebración eucarística trasciende nuestra realidad local y se une a la vivencia universal de la Iglesia. No podemos celebrar la eucaristía más que en la comunión eclesial, ya que es el Señor quien se hace presente en medio de su pueblo, congregado en la unidad del Espíritu por el vínculo de la paz.

       Vamos a pedir en esta Eucaristía que el Señor nos ayude a vivir con gratitud este don esencial para nuestra vida espiritual. Sin eucaristía no hay Iglesia, y por lo tanto la fe se descompone. Esforcémonos también, por recuperar nuestra capacidad solidaria y fraterna para poder compartir con autenticidad el pan de la unidad y del amor.

viernes, 13 de junio de 2025

SANTÍSIMA TRINIDAD - CICLO C

 


SOLEMNIDAD DE LA SANTISIMA TRINIDAD

15-6-25 (Ciclo C)

 

       Celebramos hoy la fiesta de la Santísima Trinidad, en la que vivimos y contemplamos de forma unitaria la realidad de nuestro Dios. Un Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo.

       Tres Personas distintas y Un solo Dios verdadero, que nos enseña la doctrina eclesial. Tres Personas divinas diferentes, con sus maneras de actuar en la historia del ser humano, pero que son el mismo Dios único en quien creemos y que se hace uno con nosotros, acompaña nuestra vida y nos llena de sentido, alegría y esperanza.

       Muchas veces hemos escuchado que la Santísima Trinidad es un misterio. Y es verdad porque todo lo que hace referencia a Dios desborda nuestra comprensión y entendimiento. Las mismas personas somos un misterio y siempre hay algo en el otro, por muy bien que le conozcamos, que nos queda por descubrir. Hemos sido creados distintos, únicos e irrepetibles, libres, capaces de recrear nuestro ser y forjarnos nuestro futuro.

       Esta realidad siempre novedosa y distante es mayor si nos referimos a Dios. Nadie puede acapararlo en su mente o en su corazón. Dios siempre escapa a nuestra capacidad de comprensión o de explicación.

       El mayor acercamiento que hemos podido tener para con la realidad divina ha sido posible a través de Jesús. Todo el evangelio nos narra la experiencia de Dios que vivía Jesús. Una experiencia intensa, íntima y tan profunda, que sólo podía definirse y explicarse mediante una palabra Padre “Abba”.

       Dios era para Jesús el Padre. Ese Dios que se había manifestado en la historia a los patriarcas y a los profetas, ahora interviene de una forma personal y cercana en el Hijo Jesús. Así lo va experimentando el Señor a lo largo de su vida, y a través de esa unidad entre el Padre y el Hijo se pueden comprender las palabras y los gestos que Jesús manifestaba. Su predilección por los últimos, su cercanía a los enfermos y necesitados, su defensa de los oprimidos y marginados, todo ello no es más que parte de esa vida de Dios que se desborda para llevar a su plenitud la obra por él creada. La cual culminará en la entrega de la propia vida para la salvación de todos. Porque en la muerte y resurrección del Hijo Jesús, todos hemos sido constituidos hijos de Dios.

       Esta experiencia se transmite a los apóstoles, testigos privilegiados de esa relación paterno-filial entre Dios y Jesús. Pero sólo llegarán a su comprensión, y a su posterior anuncio universal cuando conforme a la promesa del Señor, reciban el Espíritu Santo. Entonces, como escuchábamos el pasado domingo en la fiesta de Pentecostés, se les abrirá el entendimiento y se les llenará el corazón de alegría para salir al mundo entero y anunciar la Buena Noticia de Jesucristo, haciendo que llegue hasta nosotros.

       Todos podemos vivir y celebrar esta experiencia de la fe. Sentirnos profundamente unidos al Padre, mediante la acción del Espíritu Santo en el seguimiento de Jesucristo, el Señor. Esta experiencia se fundamente en la oración y en la contemplación, y por eso en esta fiesta de la Stma. Trinidad celebramos también la vida de nuestros hermanos y hermanas religiosos de vida contemplativa. Personas entregadas a la oración, para acercar a Dios las vidas de los hombres y a todos nosotros señalarnos que nuestra meta definitiva está más allá del presente.

       Muchas veces nos preguntarnos, ¿qué hacen esas personas? ¿No serían más útiles atendiendo a los necesitados, o en misiones...? Y a veces lo preguntamos con la sana intención de comprender, otras con la excusa de no implicarnos nosotros. Ante determinadas conductas y formas de vida merece la pena buscar la fuente de donde manan.

       Hay comportamientos que nos sorprenden. ¿Por qué el religioso Maximiliano Kolbe pidió ocupar el lugar de un padre de familia condenado a muerte en el campo de exterminio de Auschwitz? ¿Por qué la madre Teresa de Calcuta se entregó enteramente a cuidar a los más pobres y estigmatizados de entre los pobres?

       La vida religiosa encuentra su explicación en la misma fuente, en Dios. Hay comportamientos que sólo se explican desde la fe, “solo Dios basta” dirá Teresa de Jesús. Su vocación se debe al amor, un amor que encuentra su fuente en Dios, para entregarse enteramente al servicio de los hermanos y así dejar que el manantial de la fe llegue hasta límites insospechados.

       Las vidas de tantos hombres y mujeres dedicados a la oración, sin otra meta que no sea la búsqueda de Dios en el silencio, la soledad, la pobreza y sobriedad, la vida de comunidad y el trabajo para vivir y ayudar a otras personas, es en nuestros días una permanente llamada de atención sobre nuestras aspiraciones y metas.

       La vida contemplativa es “testimonio de la primacía absoluta de Dios y es signo de esperanza en la dimensión trascendente de la existencia humana”. Y esta vida en medio de un mundo como el nuestro donde el éxito, la comodidad, y la posesión de bienes constituyen valores supremos, choca de forma clara, y es para los cristianos una permanente llamada a recuperar el horizonte de los valores fundamentales de la fe.

       Hoy tenemos que dar las gracias a Dios por seguir llamando a la vocación contemplativa a personas de nuestro tiempo. Hombres y mujeres conocedores de los grandes problemas que subyugan al mundo y cuya solución supera nuestra voluntad y capacidad. Necesitamos de estos hermanos y hermanas que se preocupen de nosotros en su oración, y en cuyos desvelos nos tienen siempre presentes.

       La vida de oración de nuestros monasterios no es para disfrute de sus moradores sino para beneficio de toda la Iglesia y de la humanidad entera. Ningún cristiano puede dedicar su vida a huir del mundo, en todo caso se enfrentará a él de forma radical con las armas del amor, del el servicio y de la oración confiada. Y si bien es verdad que no todos podemos ser llamados a la misma tarea, y que cada uno ha de encontrar su vocación para sentirse plenamente realizado, igualmente cierto es que todos nos necesitamos y que las vocaciones de los demás complementan la mía propia.

       Ser conscientes de esto y dar gracias a Dios por ello, a todos nos enriquece y nos ayuda a valorarnos mutuamente desde el afecto, el respeto y la gratitud.

       En la fiesta de la Stma. Trinidad, pedimos al Padre que siga enviando obreros a su mies, donde podamos seguir los pasos y el ejemplo de vida del Hijo, construyendo con la fuerza del Espíritu Santo el Reino de Dios.

miércoles, 4 de junio de 2025

SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS

 


DOMINGO DE PENTECOSTES

8-06-25 (Ciclo C)

 

       Celebramos hoy la fiesta de Pentecostés, el día en el que Dios vuelve a entregarse a nosotros en la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo. Por medio de Él, la Iglesia de Cristo toma conciencia de su misión, y se siente llamada a ser evangelizadora de todos los pueblos.

       Si en la fiesta de la Ascensión del Señor recibíamos el mandato misionero de Cristo resucitado, “Id por todo el mundo y anunciad el evangelio....”, hoy se nos otorga el Don, la fuerza necesaria, para poder desarrollar esta misión desde la fidelidad al amor de Dios y en comunión con toda la Iglesia.

       Pentecostés es la fiesta del Espíritu Santo, el Dios siempre a nuestro lado que sostiene, anima y alienta nuestra fe y nuestra esperanza para que sea germen de inmensa alegría en nuestros corazones y estímulo para seguir siempre al Señor en cada momento de la vida.

       Muchos son los dones que del Espíritu recibimos, sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad, santo temor de Dios, todos ellos orientados a nuestra vinculación íntima con Dios, la construcción de su Reino y todo ello manifestado en la comunión eclesial, expresión de nuestra vinculación con Jesucristo. El Espíritu  Santo es quien anima y da valor en los momentos de debilidad, quien sostiene y alienta ante la adversidad, quien mantiene viva la llama de la esperanza cuando todo parece oscurecerse en nuestra vida, quien nos inunda con un sentimiento de gozo interno desde el que contemplar la vida con ilusión y confianza.

       El Espíritu Santo es quien garantiza que nuestra fe está unida a la vida de Jesús que se hace presente en medio de su Pueblo santo, y quien en cada momento de nuestro existir nos conduce con mano amorosa para vivir el gozo del encuentro personal con él, fomentando la experiencia de la auténtica fraternidad entre todos los hermanos.

       El Espíritu Santo nos une al Padre a través de su amor, y nos hace conscientes de que hemos sido transformados en herederos de su Reino a través de su Hijo Jesús.

       Fue el Espíritu quien acompañó a Jesús en todos los momentos de su vida. El mismo Espíritu que lo proclama “el Hijo amado” de Dios en su bautismo. Fue el Espíritu Santo quien ayuda a comprender a los discípulos que aquel a quien siguen por Galilea no es un hombre cualquiera, sino que es el Salvador, el Mesías.

       Será el Espíritu Santo quien mantenga en la agonía de Jesús la fuerza para entregar en las manos del Padre el último aliento de su vida. Y es que el Espíritu Santo no deja jamás de su mano a quienes han sido constituidos hijos de Dios.

       Pero esta experiencia personal, profunda y desbordante, la tenemos que vivir en la Iglesia y a través de ella construir nuestra comunidad. Ningún don de Dios es para fomentar el egoísmo personal. Todo don del Espíritu está orientado a construir la comunidad desde la fe, la esperanza y el amor.

       Así vemos, según nos cuenta el libro de los Hechos de los Apóstoles, cómo al recibir el don del Espíritu Santo, los Apóstoles salen a anunciar la Buena Noticia a todos los congregados en Jerusalén, y lo hacen de modo que todos les comprendan.

       Desde el momento de la Creación ha sido voluntad de Dios, que todos sus hijos se salven, para lo cual fue acompañando bajo su mano amorosa a la humanidad de todos los tiempos. Y cuando llegó el momento culminante, envió a su Hijo amado para que por medio de su palabra, su testimonio y la entrega de su vida, todos sintiéramos el amor de Dios y acogiéramos ese don en nuestras vidas.

La vuelta del Hijo de Dios a su Reino, no nos deja abandonados, sigue con nosotros por medio del Espíritu Santo sosteniendo y alentando nuestra esperanza de manera que en nuestro corazón crezca cada día la certeza de participar un día de su promesa de vida eterna.

       Este sentimiento será más fuerte en la medida en que afiancemos en nosotros la comunión eclesial, la unidad fraterna entre los hermanos. La comunión, el sentimiento afectivo de unidad y concordia, es la garantía de que nuestra fe es auténtica. Donde hay división y enfrentamiento, no está el Espíritu Santo; el individualismo y la discordia no están alentados por el Espíritu Santo. Las palabras del Señor “que todos sean uno, como tú, Padre, y yo somos uno”, han de resonar siempre en el corazón de la Iglesia como el único camino para abrirnos al don del Espíritu Santo.

       Hoy volvemos a acoger este don que ya en nuestro bautismo recibimos de una vez y para siempre. En el Espíritu Santo hemos sido hechos hijos de Dios, y aunque ese amor jamás nos será arrebatado, de nosotros depende en gran medida que cada día crezca y madure en lo más hondo de nuestra alma. Así nos llenará de dicha y alegría, nos identificará ante los demás como seguidores de Jesucristo, y nos sostendrá en cada momento de nuestra existencia.

       Acojamos, pues con gratitud, el regalo del Espíritu Santo, y pidámosle que su fuerza regeneradora nos ayude a trabajar cada día en favor del reinado de Dios, de manera que contribuyamos con nuestra fe, amor y esperanza, a la emergencia de una sociedad nueva, en la que la dignidad humana, la libertad del corazón y la luz de la verdad, nos ayuden a acogernos como hermanos y a sentir el gozo de sabernos hijos de Dios.